En Poblado de Dios pueden suceder cosas extraordinarias y cosas banales: un miembro viril puede tener pequeños ojos y una aterrorizante lengua de serpiente; la Justicia puede ser tan vertical como la torre de Pisa; un prostíbulo puede funcionar con una pupila vieja, otra manca y otra entera —la Princesa de marras—; su probable fundador puede asesinar a un mercachifle, vivir años a monte y volver para llenar de vacas, ovejas y niños el pago; se pueden montar bizantinas disquisiciones sobre las velocidades orgásmicas según el Corán, la Biblia y los intereses leguleyos.
En otros cuentos descubrimos la ubicación exacta del alma, su textura, su olor y hasta su gusto. En varios están marcados a fuego kafkiano la burocracia y los políticos medradores.
Otras pequeñas historias relacionadas con las casas de playa, las fiestas tradicionales, los recuerdos de infancia, los ladrones… y hasta con la vejez, además de atraparnos, nos permiten descubrir nuevas aristas en estas experiencias más o menos cotidianas, un aspecto absurdo no percibido antes, una ternura desestimada. Al compartirlas nos sentimos cómplices, nos apropiamos de esas vivencias, distintas pero tan próximas por lo bien contadas, y, sobre todo, nos divertimos.
Humor negro del mejor pero con una inocultable empatía del autor por los dejados de la mano de Dios.
