El príncipe del azafran

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El príncipe del azafrán es una novela que publicó Hugo Fontana en 2005. Su estructura es la de una novela epistolar: el libro se compone de diez cartas que escribe el protagonista, Obdulio Ariel, a su vecino. Carta a carta, el lector se introduce en lo que podemos llamar el extraño mundo de Obdulio Ariel, un espacio en el que no hay fronteras entre la razón y el fantasía, la realidad cotidiana y la historia nacional.

La voz de Obdulio Ariel es la voz del loco, del adulto que se quedó con la mentalidad del niño. Como tal, su discurso a la vez que cuestiona la realidad, la amplía, en un ejercicio derarificación que recuerda al que ciertos personajes deFelisberto Hernándezpractican sobre el mundo que les rodea. La representación de una realidad, tan mustia como puede serla la de un pueblo donde nunca pasa nada (digamos Toledo, Canelones), se vuelve terreno fértil para la ridiculización de instituciones y mitos nacionales. En el nombre mismo del protagonista se encuentran dos hitos de la identidad uruguaya: “Obdulio” remite a uno de los héroes del campeonato mundial de 1950 y “Ariel” se refiere a la obra homónima de José Enrique Rodó, una de las cumbres del modernismo rioplatense e hispanoamericano. Bajo el patronazgo de ambas figuras, el hombre de acción y el letrado, el despliegue físico y el pensamiento crítico, el protagonista se vuelve parodia, símbolo ridículo, de lo que sería la tipología nacional de lo uruguayo.

Así, a través de sus cartas, conoceremos su historia familiar, sus manías, sus convicciones y sus sueños. El modelo epistolar es eficaz para transmitir el caos, las obsesiones y la consecuente circularidad de los pensamientos elementales de Obdulio Ariel. Está marcado por un padre policía, cuya mediocridad provinciana solo se vio alterada cuando tuvo una participación tan breve como esencial en la lucha contra los tupamaros, en 1969; una madre, abnegada a la vez que supersticiosa ama de casa, sumida en la ignorancia; una hermana que ha emigrado y vive el sueño americano para deleite de su familia, que la percibe como una triunfadora; y un hermano, migrante que regresó sin éxito alguno con dos hijos y malvive de vender pizzas y empanadas. El retrato del pueblo se complementa con el vecino, receptor ideal al que las cartas nunca llegan, la señora del quiosco (al que asiste el protagonista religiosamente para jugar una lotería que piensa algún día ganar), los antiguos compañeros de escuela que ahora son hombres hechos y derechos (y siguen mofándose de él) y el “escritor famoso” del pueblo, llamado Hugo Fontana.

Todos los personajes, vistos mediante el prisma de la mente, tan ágil y desatada, de Obdulio Ariel, adquieren un brillo distintivo y la comicidad ilumina aspectos suyos que la sensatez que aspira a la objetividad desatendería. Esa misma mente es la que los mezcla con otros, menos provincianos, que Obdulio pone al mismo nivel y trata con idéntica naturalidad: Fructuoso Rivera, Marilyn Monroe, Juan Carlos Onetti, Julio María Sanguinetti, Raúl Sendic o Enzo Francéscoli. En el extraño mundo de Obdulio Ariel no se distinguen historia, tiempo ni geografía. ¿Qué propone su voz? Acaso revisar la historia cultural contemporánea del Uruguay de la segunda mitad del siglo XX, darles la vuelta a sus lugares comunes (el Maracanazo, la leyenda de los tupamaros, la migración masiva, la dictadura, el impacto de los iconos norteamericanos) y hacer un balance, entre burlas y veras, de lo que dejaron las últimas décadas. Dicho balance, si se atiende a la conclusión del libro, no deja de ser un legado de escepticismo, a causa del fin de la historia y el derrumbe de los mitos. El príncipe del azafrán propone, con inteligencia, el encumbramiento del absurdo, de la mano de un narrador demencial, desmesurado, como Obdulio Ariel. Se trata de una de las novelas más arriesgadas y originales de Hugo Fontana, quien parece haber realizado con ella el ajuste de cuentas de su generación con la historia contemporánea de su país.