La belleza del mundo

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La última novela de Hèctor Tizón narra la historia de un hombre quien, como Ulises, obligado por las circunstancias, abandona su casa, su lugar, realiza un itinerario más o menos desventurado y regresa envejecido pero conocedor del mundo y de sí mismo.

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El lector se pregunta si la belleza del mundo que plantea la novela es trascendente al sujeto que lo observa, si existe por sí misma o es construida por el ojo contemplador. Pero aquí tampoco acabará la reflexión ya que la belleza del mundo no estaría estrictamente en el sujeto o el objeto, sino en un modo de ser, de existir: en la conciencia de pertenecer a un todo, en la satisfacción de no estar aferrado a nada, por lo tanto, en el hecho de no tener temor a morir por no tener de qué o de quién desprenderse, despedirse: ” Por fin era un hombre libre, que nada tenía que perder o ganar, ni siquiera los recuerdos. Que era un hombre despojado.
“La mirada de sus ojos vagó por el espacio, hacia el final del camino y la sombra oscura del bosque. Y sintió la música del cosmos, el unísono maravilloso y terrible de todas las cosas.”
La estructura de la novela es lineal, dada una situación inicial, se produce un conflicto, el protagonista, “el joven apicultor”, emprende un viaje escapando de aquello y de sí mismo, luego de veinte años regresa al punto de partida. Pero ese regreso no es el del hijo pródigo, a quien le esperan el amor incondicional de su padre y el banquete reparador, deseados a su vez por aquel. El protagonista busca en su trayecto, el despojo material y sentimental. Busca (y encuentra) una libertad que es la de no necesitar de nada, de allí que no le sirva reintentar una nueva vida junto a Virginia, que es la repetición de lo que vivió con Laura. Busca una ascesis personal compensada por la riqueza del mundo, siempre bello y ajeno al devenir de las estaciones y al estado de ánimo del observador. De allí que dijéramos que la belleza del mundo no es paisajística sino que es la conciencia de existir en el mundo, de formar parte del mundo desapaciblemente, como en un panteísmo laico, no esperando unirse a un dios sino al cosmos.