«UN JUEGO DE CASUALIDADES» Y «UNA FOTOGRAFÍA»

 

 

JORGE SALVADOR FOTI

 

Anteriormente hemos tenido ocasión de aproximarnos a la cuentística de este autor quien, en vida, integrara durante años la actividad cultural de AJUPE desde el Coro de la Institución.

Ahora, por medio de la Revista se quiere volver a su obra, a esos relatos que su pluma nos ha dejado.

El estilo de este escritor es marcadamente realista, con toques románticos, vertidos a través de una prosa fuerte, profunda y cuidada. Las situaciones surgen de una realidad contemporánea, cotidiana y son vividas por personajes que se yerguen en toda su dimensión carnal, espiritual, humana.

 

 

UN JUEGO DE CAUSALIDADES

 

Rogelio tuvo varios amores adulterinos; afecto a la poligamia del varón, consideraba un placer irrenunciable alternar la cama de su esposa con las ajenas, a las que se aquerenciaba hasta que un reproche dicho o sugerido lo alejaba sin más, porque no era hombre de aguantar situaciones molestas. Sólo Angélica no necesitó recriminaciones; lo que lo alejó de ella fue un embarazo sorpresivo que no supo en qué terminó, porque su cobardía no le permitió esperar el nacimiento… ni un posible aborto siquiera. Fue la única vez que le pasó, hace dieciocho años, y ahora no recuerda el remordimiento que nunca tuvo sino la molestia que le provocó una mudanza apresurada; porque Angélica era del barrio.

Rogelio tiene dos hijos. Assunta, su mujer, le impuso al mayor el nombre de su padre porque era la costumbre de su ascendencia italiana; “nombre de viejos” mascullaba Rogelio mientras el cura derramaba el agua bendita. Por esa convicción el niño creció oyéndose llamar Rogelito. Al segundo, llegado cuatro años después, la madre lo bautizó “Ángel”. A Rogelio, algo falto de imaginación, los nombres de sus hijos no le recordaban el adulterio que ya sostenía a pocos metros de su hogar.

Seis años después, Rogelito y Ángel se escondían entre las plantas del jardincito de la esquina para espiar a Rogelio y Angélica entrando furtivamente a la casa, y festejaban con risas a media voz el derrumbe de aquel padre severo en un temeroso sujeto que se escurría como un ladrón.

Después de la mudanza, Rogelio buscó amores más alejados y sus hijos no tuvieron la oportunidad de verlo atravesar esas puertas. Pero de alguna forma se enteraron.

Rogelito ahora quiere que lo llamen Rogelio; tiene veintinueve años y una novia, y no permite que lo sigan tratando como a un niño. Rogelio padre respeta sus ideas y se apresta a conocer a la flamante novia; es la primera que Rogelito trae a casa y ya es tiempo de que vaya asentando cabeza. El muchacho la ha anunciado como una joven que tiene el mérito de haber desarrollado sin lamentos su infancia y adolescencia en ausencia de su madre (que murió a sus ochos años) y de su padre que desapareció antes de que pudiera conocerlo.

A Rogelio la chica le cae mal, absolutamente mal. Rogelito no lo entiende y probablemente no le importe. Desde su escondite entre las plantas del jardincito comenzó a perder el respeto por su padre.

Rogelito se va a casar. Ella se llama Angélica, tiene casi dieciocho años y desea que a falta de los propios, Assunta sea su madre y Rogelio su padre. Assunta la recibe emocionada. Rogelio mira dieciocho años atrás y piensa asustado que todo esto es un juego de casualidades sin consecuencias. O no.

Assunta no logra entender el rechazo de Rogelio. A falta de motivos explícitos llega a pensar que la chica le gusta a su marido, y ésta sería su forma de evitarse situaciones molestas de futuro. Porque Assunta sabe que Rogelio conserva su maña de vivir romances cuando su gusto se lo impone, lo que constituye, para un hombre pequeño en moral y grande en egoísmo, una perversa adicción.

Assunta conoce esa adicción desde el embarazo de Rogelito; no fue difícil descubrir los engaños de un marido incapaz de idear respuestas coherentes a sus fugas inexplicables. Sofocada la indignación inicial, Assunta prefirió entonces ser práctica a ser honorable; ignoraría los amoríos a cambio de conservar su esposo, con el significado social y económico que ello representaba; diez años previos de maltrecha convivencia y el consiguiente desarraigo del amor facilitaron una decisión que muchas mujeres considerarían degradante.

En cuando a su cama, que su secreto armisticio mantenía disponible, fue ejercida con una mezcla de satisfacción de su propio cuerpo y  de remiendo de su honorabilidad ultrajada: ella era la mujer oficial, consagrada por la iglesia y enaltecida por la sociedad, tanto más noble como putas eran las demás invitadas al festín de su marido.

En esa relación tan peculiar se enteró del romance con la Angélica del barrio, y curiosamente no la inquietó la duración de ese desvío; se sentía superior a la minita de turno y nunca se le ocurrió que pudiera ser desbancada del altar de su matrimonio.

Claro que después de Angélica siguieron Renée, Amanda y otros nombres que no tiene interés en recordar.

Ahora Rogelio ha espaciado los encuentros amatorios y se ayuda con drogas estimulantes para ocultar la declinación natural de la edad; y como en busca, tal vez, de la pasada juventud se ha orientado últimamente a mujeres más jóvenes, Assunta piensa que la novia de su hijo no está a salvo de sus apetitos.

Pero esta vez no pasará; treinta años han ido desgastando la filosofía pragmática de la mujer dejando al descubierto una ira fermentada pronta a estallar. Y ahora se trata de su hijo: defenderá a Rogelito defendiendo su casamiento con Angélica.

Rogelito tampoco entiende la actitud de su padre.

Ha oído durante años su estímulo, casi su presión de que forme una familia, y su incredulidad de que fuera tan difícil encontrar la mujer. Claro que para aquel adúltero a quienes tantas le habían venido bien, la elección cuidadosa de su hijo resultaba inaceptable.

Rogelito había ido descartando varias novias. Su conducta no carecía de ribetes sicóticos. Después de dos meses de una tibia relación, comenzaba a imaginarse la vida de casado, y siempre había terminado en dos opciones: que él por herencia se transformaría en un casanova insaciable, o que ella cedería a la seducción de un casanova insaciable; en ambos casos su matrimonio no tenía futuro.

La actitud tolerante de su madre le había enseñado la naturalidad del adulterio de su padre.

No dudaba que existiera la fidelidad; pero resultaba difícil encontrar la mujer que la inspirara.

Finalmente Angélica, con su declarada virginidad sin ayuda de la tutela de sus padres, y su resistencia a entregarla antes del matrimonio, presentaba el perfil que tanto había buscado.

No va a discutir ahora su destino con un padre sin autoridad moral.

Se va a casar con Angélica González, y más que el rechazo de Rogelio, lamenta el pobre bagaje familiar que con él aporta al matrimonio.

No recuerda a la Angélica del barrio que espiaba de niño consumar el adulterio de su padre.

Si lo hiciera, tal vez comenzaría a entenderlo.

Más por curiosidad que por responsabilidad, Rogelio ha vuelto al barrio de su Angélica. No puede recordar el apellido; así de superficial fue  la relación de años circunscripta a una cama. Sólo cree que era del español común, pero puede estar influido por el González de su inminente nuera.

El barrio cambió más que él; hay edificios donde había casitas y un supermercado desplazó al autoservicio. Sólo queda en pie la tiendita de Don David con su vivienda de dos plantas encima, y es todo lo que queda: Don David no está, ni Doña Rebeca; una pareja de la edad de Rogelito atiende el mostrador.

La casita de la esquina fue devorada por el supermercado, y no hay quien pueda decirle si Angélica murió o solo se mudó, o, por lo menos, qué apellido tenía.

Sentado en el auto, Rogelio considera haber cumplido su papel con su magra investigación sin resultado. Otra cosa no piensa hacer; desde la presentación de Angélica González ha esperado en vano que Assunta recuerde su affaire de ocho años con la vecina y aporte, ella, una estrategia para disuadir a Rogelito, o la certidumbre de que ambas Angélicas no tienen nada en común, o al menos la resignación de que su hijo mayor vaya a engendras hijos imbéciles.

Descarta la iniciativa de un comentario abierto con Assunta, por temor a desencadenar una tormenta al abrir la caja de infidelidades que su mujer ha mantenido cerrada por años.

–         ¿Se puede saber por qué maldito motivo te opones al casamiento de Rogelito?

Assunta no es mujer de dejar situaciones sin aclarar.

–         Prefiero no hablar del asunto.

–         No se trata de lo que tú prefieras, al menos por esta vez.

–         No sé cómo plantearte mis objeciones.

–         Que quiere a la chica para ti. ¿Qué otra objeción tienes?

Hay una pausa. Assunta presenta el tema desde una perspectiva que Rogelio no había considerado. Es tal la impunidad con que llevó a cabo sus amoríos que no hay idea ni mujer que considere una aberración.

–         Puedes quedarte tranquilo, si de eso se trata. No necesito desenmascararte ante tus hijos; ellos conocen la larga lista de tus mujeres y tu ausencia de límites. Rogelito la cuidará para él y hará lo necesario para que ella se cuide de ti.

–         No, mujer, no es esta Angélica la que me preocupa.

–         ¡Ah! No es ésta, y ¿cuál es entonces? Será la Angélica del barrio, de hace, ¿cuántos? ¿veinte, diecinueve, dieciocho años…? Pero si recién ahora me doy cuenta del motivo de tu rechazo… de tus temores, libidinoso… ¿Así que tienes miedo que la hija que le dejaste a la putita de la esquina sea la novia de tu hijo…?

–         ¿Tú lo sabías?

–         ¡Yo lo sé todo, miserable! ¡Yo conozco cada uno de los cuernos que me pusiste desde mi primer embarazo! Y ¿sabes qué? Tengo la forma de averiguarlo, pero no te voy a decir si esta Angélica es tu hija o no. Vas a tener que vivir esperando que Rogelito pague por tus inmundicias.

–         Tú no serás capaz de dejar que nuestro hijo…

–         ¡Soy muy capaz! ¿De qué no es capaz una mujer sometida a treinta años de humillaciones?

–         Lo sufrirás tú también.

–         ¿Y qué? Ya no sé qué es sufrir después de tus vejaciones, viejo miserable.

–         Voy a hacer mis maletas.

–         ¡Ni te muevas! Si das un paso fuera de esta casa les cuento a tus hijos el papel que jugaste en la historia de la pobre huérfana que trajo Rogelito. Jamás te volverán a dirigir la palabra. No, tú no te vas. Tengo que verte sufrir días tras día los embarazos de tus nietos. ¡Ni así me pagarás el daño que me hiciste!

–         Tras la salida de Assunta, a llorar su doble dolor en el dormitorio, Rogelio trata de recuperar la compostura. Mira dieciocho años atrás y piensa asustado que todo esto es un juego de casualidades sin consecuencias. O no.

FIN

 


 

 

Una fotografía

 

Paco nació en Cuba, la prodigiosa isla caribeña. En la Cuba de Castro, pero también en la de la palma real, la del Malecón. La de la Bodeguita del medio.

Compartió con sus vecinos la vocación por la alegría, el canto y los timbales, y aprovechando la veta más rica de la educación vernácula, culminó la carrera de medicina.

Su mamacita le dio la oportunidad de ejercerla y la angustia de su primer frustración, cuando la vio morir como un desperdicio de todos sus conocimientos.

En ese entierro nació tal vez la idea de la emigración, que se abonó luego con las promesas de afuera y las carencias de adentro. Paco se alejó de su patria, pero no la dejó; la llevó montada en sus recuerdos y en sus ambiciones. Y se fue seguro de que volvería a ella.

En la nueva tierra sembró profundos anhelos, y los regó con horas de esfuerzo, para salvar la barrera del idioma primero, y la de la sociedad que lo rodeaba después.

Con la fuerza morena que heredó de la palma, resistió los vientos y acrecentó su follaje. Cursó la especialidad de quemados, y se hizo un lugar en el Hospital, reparando miembros desfigurados casi todos ellos por accidentes domésticos, en una ciudad que desbordaba seguridad para impedir grandes incendios.

En el Hospital conoció a Consuelo, una enfermera nacida en Santiago de Cuba. Ella lo envolvió en la carismática fuerza optimista que heredan de su tierra los originarios de la muy libre y revolucionaria ciudad del oriente cubano.

El amor los sorprendió en el descanso del turno en una sala vacía del Hospital, y unieron sus destinos en la humilde capilla católica de los suburbios.

Dos años después, habían conseguido un apartamento pequeño al que Paco pintó de calidez y Consuelo amuebló de alegría. Combinadas las horas de trabajo, aún las extras que la economía diaria les exigía, a Paco y a Consuelo les quedaba un solo peldaño en la ascensión a su felicidad.

Esa mañana Paco debía levantarse algo más temprano que de costumbre para renovar su licencia de conducir antes de concurrir a su trabajo. Pero Consuelo tenía sus planes.

Lo despertó una hora antes de lo necesario sin que él se percatara, esperó su baño y su trajeado, y lo llevó a la cocina donde lo esperaba un desayuno de lujo: huevos revueltos y chuletas de cerdo, además de los cereales, el café y el zumo de todas las mañanas.

En el centro de la mesa tres flores en un jarroncito, y apoyado en él un sobre con la confirmación del embarazo. En la pared, el reloj les otorgaba una hora para festejar la noticia.

Paco se sintió en el cielo, besó a su mujer, y le reprochó que no esperase hasta el domingo para disfrutar su felicidad acurrucaditos durante todo el día. Pero recién era martes, argumentó Consuelo. ¿Cómo podría pasar cinco noches con la alegría desbordando su corazón, si en la anterior no había podido dormir por guardar el secreto hasta el desayuno?

Los minutos volaron. Los planes para el recién llegado al vientre de Consuelo incluían conseguir otro trabajo para asegurarle una educación, recurrir a la buena vecina Carmela para cuidar al bebé y, si Dios lo permitía, la llegada de un hermanito para acompañarlo en su adolescencia. Y mil detalles más, que siguieron intercambiando entre risas y besos, hasta que el presente, incluida la renovación de la licencia, impuso la partida de Paco.

Consuelo lo acompañó hasta la puerta del condominio. Allí las manos se apretaron fuertemente durante unos segundos, y el beso quedó interrumpido por una vecina que salía en la misma dirección que Paco.

Consuelo lo vio alejarse hacia la oficina estatal con la plenitud de quien todo lo tiene. Él giró la cabeza en la esquina, levantó su mano y se dirigió hacia la nada.

Era martes, y era 11 de setiembre. Y era Nueva York.

Hoy el huérfano sin nacer no logra compensar la realidad.

Paco es sólo una fotografía.

Y Consuelo, una paradoja.

FIN