Un hombre, una mujer y un niño

 

 

UN HOMBRE, UNA MUJER Y UN NIÑO

 

 

Reinaba por doquier una primavera precoz. El sol iluminaba con brío por entre unas nubes muy blancas que flotaban en el cielo azul. Aquí y allá, renacía el verdor de los campos de trigo y de avena y un halito de vida surgía en el espesor de cercos y zarzas entre trinos de pájaros y piído de pichones. A ambos costados de la ruta se escuchaba el balido de los todavía inseguros terneros y el mugir de las inquietas madres.

Brotaban retamas y espinos en flor y el trébol surgía de las hondonadas a un lado y otro del poceado camino que recorría la camioneta tras cuya dirección conducía un joven pleno de fuerzas y optimismo llamado Esteban, en busca de una vía de acceso hacia la pequeña fábrica de la cual era a la vez, proveedor y repartidor.

La fábrica estaba instalada en las lindes del Departamento, no lejos de un modesto poblado y entonces una sólida construcción que sustituía a los viejos galpones donde tímidamente había nacido. En ella se fabricaban fideos secos de todas formas y tamaños dedicados a surtir pequeños almacenes y supermercados en comienzos, donde se proveía una población sencilla y de poco dinero.

La camioneta, una Peugeot cerrada y de doble cabina que llevaba sobre sí la carga de miles de kilómetros y  que Esteban adquiriera de su dueño anterior mediante un préstamo bancario, enfiló un puentecillo y por él descendió con un crujir de grava, hacia la playa de estacionamiento de la fábrica.

El dueño y el joven Esteban eran contemporáneos pero la fortuna no les había igualmente sonreído. El uno había heredado la empresa de su padre, el otro, Esteban, había perdido tempranamente al suyo, luego de una corta enfermedad, obligándole el triste hecho, a abandonar los estudios y contribuir al mantenimiento del hogar.

Lo había encarado con entereza: su madre trabajaba en una fábrica, él se había habituado a esa vida un tanto nómada de fletero, una vez obtenido su permiso de conducir.

En ese momento, ambos hombres jóvenes se saludaron palmeándose las espaldas. Les unía una afable amistad y el mutuo reconocimiento de virtudes relacionadas con el manejo de dinero y de trabajo.

Las entregas que ese día esperaban a Esteban se hallaban ya dispuestas en cajas, ordenadas y envueltas cuidadosamente en celofán. Eran frágiles u cada vez más numerosas; la empresa crecía.

Ambos hombres vigilaban cuidadosamente la labor de los dos empleados que las transportaban y luego colocaban en la parte trasera del vehiculo, cuando del interior del establecimiento, surgió corriendo sobre sus cortas piernas, un niño pequeño, de aspecto vigoroso, ojos y cabellos oscuros, el torso desnudo, el resto semivestido con un corto pantalón azul. Se detuvo frente a la cabina de la camioneta y la observó callado y con indisimulada admiración.

El padre, dueño de la fábrica, le recriminó sin acritud:

-¿Qué haces aquí? Es hora de la siesta. ¿Acaso no te ordene que permanecieras dentro?

El niño levantó hacia su padre una mirada plena de determinación:

-Vine a mirar la camioneta.- dijo.

Hablaba correctamente teniendo en cuenta su corta edad y al escucharle, el rostro agraciado y viril de Esteban, se distendió. No era la primera vez que el niño hacía tal solicitud ni que igualmente se le rechazara. Se le veía recorrer la carrocería del vehiculo con una atención ajena a la amonestación de su padre y permitía adivinar en él, ese secreto deseo de posesión que torna mágico al objeto deseado.

-Querías dar una vuelta eh? – preguntó Esteban a quien el niño francamente agradaba.

El niño levantó vivamente la cabeza hacia él, luego la movió varias veces en gesto afirmativo.

-No sabes lo que propones- aconsejó el padre. No tienes hijos. Este es intolerable.

En efecto, Esteban no tenía hijos. Sólo veinticinco años y un futuro no programado.

-Bah!-contestó mientras izaba al niño por encima de su cabeza y lo conducía hacia la portezuela abierta.

En ese momento salió de la casa anexa a la fábrica, una mujer joven blandiendo una prenda en la mano. El padre se rascó pensativo la cabeza.

-Lleva también a Ema- dijo- por si este mocoso sobrepasa tu paciencia.

Ema era muy joven, casi una niña, y ostensiblemente se ocupaba del que estaba ya sentado en el asiento posterior de la cabina.

-Bueno, vamos- dijo Esteban al tiempo que ponía en marcha el motor.

-Ponte la camisa, escuchó la voz de Ema detrás. La voz poseía el timbre agudo común en la adolescencia.

Esteban acomodó tras la dirección sus largas piernas. Estas solían molestarle al tocar el tablero: desde niño había sido así, zanquilargo, delgado al punto de poseer un vientre excavado, ahora en cambio, una ventaja.

Movió los cambios y el coche trepó rugiendo a la carretera que acusaba la ausencia de reparaciones. En ella adquirió su marcha sedosa, la de su aristocrático origen adaptado ahora al transporte de toscas cajas tambaleantes.

El paisaje había adquirido un aire de modorra en la temprana tarde. Casas sencillas, a veces levantada con materiales de deshechos, se extendían en las proximidades. En sus patios escarbaban gallinas y polluelos o ladraba algún perro. Más allá un maizal sobrevolado por los teros se mecía suavemente. Toda esa chata llanura se extendía a lo lejos, aburrida bajo el sol. El tráfico era escaso y cualquiera podía rendirse ante esa fácil monotonía aunque Esteban tenía motivos para atender a los pasajeros que viajaban detrás; el niño se resistía a cubrirse con la camisa y luchaba con la joven que pretendía enfundársela. Hubo un pequeño silencio y luego dos cortos brazos regordetes se posaron en el asiento de Esteban.

-Quiero ir adelante. Déjame manejar un rato.

Esteban rió de buena gana:

-No me digas. ¿Cuántos años tienes?

Dos manos se extendieron casi frente a sus ojos, una en sus cinco dedos, la otra el indice apuntando arriba.

-Seis-anotó Esteban- te faltan doce para poder manejar.

-Mi padre me deja- fue la respuesta inmediata- me pone en sus rodillas…

-Tu padre es tu padre- respondió Esteban- Y yo, no. Aquí no puedes estar.

El niño no se resigno. Permanecía de pie y Esteban percibía el roce de su aliento tibio y limpio sobre su nuca.

-Siéntate atrás y ponte el cinturón- aconsejo.

El niño no obedeció. Se mantenía de pie detrás de su asiento.

-Mañana es mi cumpleaños- dijo.

-Ajá- hizo Esteban- Ya has elegido un regalo?

-Si- contestó él- Una camioneta como ésta.

Había tanta seguridad en su respuesta que Esteban se volvió para observarle entre risueño y asombrado.

-Se pondrá vieja antes de que puedas usarla.

-No, tonto!- replicó él- Una a control remoto…

Esteban, que participaba de su placer por manejar, no podía menos que comprenderlo.

-Me tranquilizas- dijo al fin- Ahora siéntate y ponte el cinturón.

El niño tampoco obedeció esta vez. Se apoyaba en el respaldo del conductor y recorría con la mirada minuciosamente el tablero.

… eso que parece un reloj es el velocímetro… a cuánto dice que vas?

El aparato marcaba los ochenta kilómetros / hora, que Esteban no pasaba en aquel mal camino y cuando las entregas. Lo dijo y el niño repuso enseguida;

-Podrías ir más ligero. Me gusta la velocidad. Cuando saco el brazo por la ventanilla y el viento me lo tira para atrás…

-Es peligroso- apuntó seriamente Esteban- y también que esté ahí parado pues si tengo que frenar de golpe podrías golpear tu cabeza contra el parabrisas. Siéntate.

Esta vez el niño obedeció y por un trecho Esteban forzando el oído escuchó una conversación entre el niño y la niñera. No se hallaban lejos del destino prefijado cuando el niño volvió a ponerse de pie con un movimiento elástico.

-No me gustan ni las gallinas ni los patos, ni los cerdos ni las vacas…

Parecía enojado con ese tema posiblemente abordado en el asiento trasero y así quedo hasta que un pequeño negocio anunció la venta de helados.

-Mira! Helados! – gritó irguiéndose con alegre sorpresa- Allí, donde hay un vasito derramándose!…

Ante lo cual Esteban, divertido, experimentó la obligación de prometer uno, en lugar más confiable y durante el regreso.

Mientras Esteban entregaba su cargamento el sol brillaba todavía acercándose lento hacia el horizonte. El niño rodeaba el vehiculo observándolo en todos sus detalles, tanteando los neumáticos, inclinándose para examinar el chasis, pasando la pequeña mano por la chapa lisa y polvorienta. Ema, mientras tanto se interesaba en la descarga y de pronto Esteban descubrió su mirada fija en él. Era bonita- pensó- delgada, más bien alta, fina de la cintura y firme el busto, lacio el abundante cabello que desbordaba del moño fijo tras la cabeza y caía en guedejas sobre un cuello fino y blanco.

Cuando emprendieron el regreso, Esteban se encontraba extrañamente contento.

La camioneta aligerada de peso, corría veloz sorteando las irregularidades del camino y pronto se encontró junto a un talud que arrojaba sombra sobre el suelo.

Esteban sintió tras de sí, la presencia del niño apoyado ahora en su hombro derecho.

-Tienes que encender los faros- dijo con su acostumbrada voz conminatoria- Está oscuro.

-No- contestó Esteban- Aún es día y pronto habrá sol.

Hubo otro corto silencio y el niño insistió.

-Déjame encenderlos. Yo sé como. Apretando ahí, están los de distancia.

Esta vez, Esteban, de buen humor, le dejó hacer y el niño, empinado y su cabeza casi tocando la del conductor, permitió a este percibir el roce de su tierna mejilla..

Un haz de luz se confundió con la del sol.

-Bien. Ya está- dijo Esteban- Vuelve a tu lugar.

El niño permaneció de pie y con gravedad añadió:

-Una noche saltó un conejo. –y terminó- Casi lo matamos.

-Lo hubiera merecido. Qué dices? – Bromeó Esteban.

El niño permaneció callado, luchando con la infantil indiferencia ante la muerte.

Después dijo de súbito:

-Ahora déjame apretar el claxon…

Esteban fingió no haber entendido.

-La bocina, tonto.- Corrigió el niño con impaciencia.

-Y será lo ultimo- replicó Esteban con severidad- si continúas de pie me las tendré que ver con la Policía Caminera.

La bocina sonó fuertemente en el silencio, hubo un estremecimiento en los matorrales vecinos y una bandada de pájaros se lanzó a los aires frente al vehículo.

-Solo falta que choquemos- advirtió Esteban ya con enojo.

Esta vez oyó como Ema reprendía al niño y lentamente se fue calmando.

Los pasajeros siguieron en silencio mientras el coche seguía rumbo a destino cuando súbitamente Esteban recordó los helados y su promesa, con cierto placer.

Torció hacia su izquierda y enfiló hacia el pequeño comercio donde expendían los helados. El niño descendió y emprendió carrera hacia e lugar seguido por Ema que impotente trataba de alcanzarlo. Esteban reía francamente cuando él exigió con su voz segura e inflexible:

-Para mí, uno de chocolate.

Esteban se dirigió a él aunque ahora su mirada se posaba en Ema que tímidamente se mantenía alejada. Todavía había luz diurna pero amenazaban las sombras y en ellas se perfilaba el suave rostro de la joven, sus pernas esbeltas dentro de los pantalones vaqueros y el nimbo de sus cabellos oscuros.

-¿Qué te parece si también invitamos a Ema? Tal vez ella quiera también uno de chocolate…

Ema asintió y la luz ilumino su rostro sonrojado. Esteban conocía varias mujeres jóvenes, pero nunca alguna que se hubiera sonrojado. Este hecho le agradó.

Mientras cada uno daba cuenta de su helado, Esteban contemplaba disimuladamente a Ema quien utilizaba como él, una cucharilla. El niño se valía de la lengua de manera que el contenido del vaso se derramaba sobre su camisa y sus pantalones.

Ema lo reprendió- Mira lo que haces, te has ensuciado de la cabeza a los pies, vas a manchar el tapizado del coche y harás enojar al señor…

Esteban experimentó un inusitado asombro al escuchar la palabra “señor” dirigida a su persona. Se sintió viejo. No obstante rió.

-No digas “señor”, llámame Esteban.

E inquirió con curiosidad:

-Cuantos años tienes, Ema?

Ema levantó la cabeza y a la débil luz del establecimiento él comprobó que sus ojos eran castaños y brillantes dotados de largas pestañas.

-Dieciocho para diecinueve- repuso Ema. Y esta vez no se ruborizó. Terminaba su helado.

Una vez vacío el envase, uno y otro lo arrojaron junto con la cucharilla en un canasto dispuesto para ello. El niño masticaba el barquillo.

-Yo en tu lugar- aconsejó Esteban- me lavaría las manos y la cara.

Ema le arrastró sin que protestara, hasta el lavabo y volvió con él de la mano hasta la camioneta donde Esteban aguardaba.

Se acomodaron en sus respectivos asientos y desde allí el joven oyó la voz del niño.

-Tienes un abollón encima de la rueda…

Era cierto, una mala maniobra había motivado que otro coche se le lanzara cuando una curva, y provocara el hundimiento de la chapa en ese lugar. Aún mantenía conflictos con la Oficina de Seguros.

Suspiró mientras meditaba que ese hombrecillo terrible habría de ser con el tiempo, un hombre de empresa como el padre.

-Debiste cambiar el neumático?- Oyó  nuevamente la implacable voz-

-Si, si- repuso Esteban- no me hagas recordarlo.

-De una vez, cállate- le ordenó Ema ahora con voz enérgica.

Calló, y así continuaba cuando la camioneta se detuvo frente a su casa.

Oscurecía visiblemente y una luz se había encendido en el porche. El niño bajó rápidamente y corrió hacia la puerta que cerraba el jardín. Ema se disponía a seguirlo cuando Esteban la detuvo.

-Qué responderías- preguntó- si yo te invitara a salir el domingo? Iríamos al cine y luego a tomar otro helado…

Ella permaneció dubitativa.

El domingo- repuso- es mi día libre y voy a visitar a mis padres. No sé si permitirían…

De las jóvenes que Esteban conociera, ninguna había mencionado a sus padres.-

-Diles- añadió con cierta complacencia- que vendré a buscarte y te traere de vuelta antes de que anochezca.

Ema sonrió alegremente y se metió en la casa mientras Esteban retornaba a su vehiculo. Allí encendió la luz de la cabina y palmeo cariñosamente la dirección.

-Buena chica- dijo dirigiéndose a ésta. Y puso en marcha el motor.

 

 

 

 

 

Angélica Bianchi