Diarios

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El último tomo de los diarios de Sándor Márai arranca en el muy literario 1984 (la primera entrada, fechada el 7 de enero, dice así: “Empieza el año que da título al éxito de ventas de Orwell. Si bien su vaticinio no se ha cumplido, a cambio se ha impuesto la realidad diaria: el terror nuclear”) y se cierra el 15 de enero de 1989 con dos sobrecogedoras líneas de despedida (dejaremos que el lector las descubra). Entre un extremo y otro, consigna sus recuerdos, sus lecturas, las noticias que le llegan desde la Hungría que lo despreció, su propio deterioro físico y su intención de morir a su manera.

“Todo el mundo tiene algo que solo se revela tras la muerte”, escribe Márai un año y medio antes de dispararse un tiro en la cabeza ante el pavor que le produce acabar vegetando en un hospital. Y lo hace en referencia a los diarios legados por L., su esposa durante 62 años, una mujer a la que reiteradamente califica con los mismos adjetivos que caracterizaron su propia prosa: “elegante” y “noble”. Su lectura, junto con los mensajes cifrados que la misma L. le envía en sueños desde ultratumba –frases sueltas que el autor, en una muestra de su incólume sentido del humor incluso en las horas más oscuras, asegura que le llegan por el método del “teléfono rojo”- permiten a Márai reconstruir su historia personal, hacer balance de cuanto se amontona en una vida, al tiempo que lo enfrentan a sus fantasmas y le ofrecen un consuelo que ni la escritura, ni los médicos ni Dios pueden brindarle. Próximos a cumplirse veinte años de la desaparición del autor de El último encuentro, y salvando las distancias de la inaccesible comunión entre cónyuges, la lectura de sus últimos diarios operan sobre nosotros de una manera similar. Y ello por su capacidad para ilustrarnos sobre unas realidades históricas determinadas (el impacto del sistema comunista en la Hungría natal del escritor, los sinsabores de una vida en el exilio…), invitarnos a reflexionar sobre aspectos muy íntimos del ser humano y, dentro de lo calamitoso que supone encarar la soledad y la extinción, mostrarnos algún tipo de serenidad o apaciguamiento final al hacernos dueños del derecho a dimitir de nuestra vida.