Orientales. Volumen IV

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Si tan sólo diez años antes se le hubiera dicho a cualquier oriental que a partir de 1973 el país viviría una feroz dictadura en la que todos y cada uno de los derechos básicos de la persona serían groseramente violados y que traería consigo una lamentable secuela de ilegalizaciones, proscriptos, torturas, desaparecidos y muertos, seguramente hubiera sonreído con incredulidad; en Uruguay esas cosas no pasaban. Y sin embargo, vaya si pasaron, tanto como para dejar agravios y cuentas pendientes que, a un cuarto de siglo de distancia, aún no se han saldado. La sociedad uruguaya no ha sido, y tal vez no podrá nunca volver a ser la misma, después de haber pasado por aquel dantesco desfiladero de horrores. Los más jóvenes, los que han tenido la fortuna de venir al mundo cuando el ciclo dictatorial estaba terminado, sienten una intensa y natural curiosidad por saber qué sucedió para que todo eso fuera posible, y qué responsabilidad le cupo a cada uno en la catástrofe.

En este texto se aborda con detalle el cotidiano devenir de esos tiempos de silencio, terror y miseria, pero también de heroísmos y esperanzas, tratando que  la pasión no termine por afectar la necesaria equidistancia. Porque tal vez lo más terrible de este período, sin duda el más sombrío de la historia nacional, resida en que más allá de oportunistas, prevaricadores y sádicos, que nunca faltan, no es posible trazar una línea divisoria tajante entre buenos y malos, ángeles y demonios, víctimas y victimarios. Todos, militares y civiles, personeros del régimen y opositores, y en particular esa “mayoría silenciosa” que constituye la esencia de todo pueblo, fueron, en diverso grado, víctimas en una suerte de enajenación colectiva que transformó la faz otrora plácida y autosatisfecha del país en una máscara de doliente rictus. A lo largo de éstas páginas, que esperamos sirvan para enmendar los mitos y leyendas que, a veces involuntariamente y otras con clara intencionalidad política, se han hecho correr sobre aquellos años, se trata de hacer correr una vieja máxima que dice que las víctimas merecen compasión, pero que son los victimarios los que necesitan que se les comprenda. No para emitir un juicio moral, que en definitiva es y será siempre personalísimo, sino para asegurarse, hasta donde sea posible, que la pesadilla ha terminado y no podrá regresar jamás.