Ya no puedo llorar en los cerezos

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Hay creadores que van construyendo su propia voz a lo largo del arduo camino de la experiencia artística. Sus vivencias, sensibilidades y talentos, son como afluentes que -con mucho trabajo y hasta con dolorosos sacrificios- van conformando la materia prima del producto literario, la identidad de su estética. En el caso de esta mujer -protagonista de su vida y de su obra- diría que la hoja en blanco, oficia de espejo donde, con mano de escalpelo, la poeta -científicamente- con precisión de cirujano, va delineando los grafismos de sí misma. Cortando, pero hacia adentro, con dolor y belleza, en una operación que, buscando su propio corazón, finaliza, fraternalmente, también en el del lector, es decir, en el de su hermano. Margarita es, entonces, desde la poesía, dolorosamente sanadora de sí misma, de su prójimo, de su próximo.

Esa es la muy antigua / pero cada vez más vigente / tarea de la poesía y el mayor logro de la autora que nos convoca: que los amores y desamores; los encuentros y desencuentros; la lucha por la belleza y la esperanza, que es, al fin, la lucha por la vida, esta vez tengan, desde su leve mano «escribidora», el renovado aroma a Margarita.