NOCHE DE VERANO
Este calor insoportable que se extiende a la noche me exaspera. El cambio climático presenta atmósferas no acostumbradas a mi organismo. Me hace sentir como un extraño dentro del cuerpo.
Beber la nocturna brisa fresca puede aplacar la sed de mi desencuentro interior.
¡El Prado! Pienso en el Prado. Esa sola idea hace descender un hábito fresco sobre mis sienes. Aviva mi voluntad.
Dejo el lugar de descanso y rompo la inercia en busca del maravilloso parque. Dentro del perímetro, la luna llena dota de magia todas las cosas.
Los árboles, las plantas, las estatuas, parecen oscilar tocados por la brillante luz. El ladrido de un perro, irrumpe con sonoridad en el paisaje. Un hombrecito que duerme a la vera del arroyo, pone paz y temor.
Mientras transito, siento sobre mi cuerpo la observación penetrante de los fríos mármoles. Cómo el filo de sus miradas rasga el plateado lunar, buscando algo ignorado en mi persona.
Inmediatamente siento el desborde de las palpitaciones y una agitación que trasforma la piel.
Una nubecilla, permite que descubra el movimiento de los pétreos ojos.
La imaginación me hace cercar por cientos de estatuas.
Las piernas, se deslizan con la mayor prontitud que me es permitida, para huir de la inexplicable situación.
Sin rumbo, pero muy veloz, ingreso en el territorio del Hotel del Prado.
A mis espaldas el arroyo y a mi frente la escalinata que conduce al edificio.
El jadeo pide un intervalo de calma. El calor, una gota de agua. Me detengo en la fuente que parece complacer todas las exigencias. Un descanso en el claro de árboles y un espejo donde se repite la vida.
En el centro del óvalo, tres broncíneas mujeres, invitan a participar de un curioso ritual.
Los cántaros volcados bajo los cilíndricos brazos, derraman el líquido destinado a limpiar las impurezas de las ideas, mientras los emidosaurios cubiertos de metálicas escamas abandonan la escena central, buscando los inquietos reflejos de la periferia.
Dos recostadas figuras femeninas ubicadas en movimiento de giro, como arrastradas por un
permanente y sutil remolino de aguas, levantan su brazo derecho hacia la imagen central, uniendo apenas en un roce, las manos.
Cavilo que pudo humedecer los labios acercando el agua en la palma de mis manos.
Entonces comienzo a sentir que una gran atracción me arrebata del cuerpo. La figura principal de la fuente, ejerce tal fuerza, que parece absorber todo los elementos del parque.
En el campo visual, allí donde juntan la visión y la nada, apareció aquel hombrecito cuya presencia en el camino apenas puede apreciar.
Tambaleando se llegó hasta mi costado y murmurando lanzaba palabras incomprensibles.
-¡Cuidado!… la maga… Los hechizos…
Estaba tan embelesado con aquella figura, que mi cerebro rechazaba cualquier advertencia que le alcanzaran los oídos.
No podía relacionar su mirada tímida
y humilde que se perdía en los pies de la fuente, con el avance de sus pechos desafiantes y su cuerpo apenas cubierto por las despojadas prendas, allí donde nacen las extremidades.
-¡Cuidado! –insistió el hombrecito. –Circe… magia…
Pero yo, ya no escuchaba las desesperadas advertencias.
Ni siquiera reparé cómo el hombrecito, después de musitar temblorosamente esos vocablos, se alejó lo mas rápido posible.
Descubrí una enigmática sonrisa en el bronce y el cambio en la expresión de su mirada.
El peso que ascendía desde mis pies comenzó a molestarme y no me di cuenta de que el cuerpo, lentamente, mutaba de forma.
Quise mover las piernas, y no pude. Tampoco los brazos. Me vi cortejado por cisnes, garzas y tortugas que se regocijaban jugando alrededor del monumento y me integré a la maravillosa danza abandonando todo pensamiento.
***
Dicen que desde ese tiempo, una nueva tortuga de bronce asoma su cabecita fuera del caparazón, y baña con diáfana fineza los encantos de la hechicera.
*”LA FUENTE CORDIER”. Obra del artista francés Luis E. Cordier, fue inaugurada el 24 de julio de 1916 en la Plaza Independencia. En marzo de 1922 fue emplazada en el Prado junto al Hotel. Se le llama también “LOS RÍOS”.