EL PUENTE
De pie, apoyado sobre la baranda, sigo mirando el río desde el puente.
Grácil y elegante lo veo alejarse con lentitud.
Imagino que en la intimidad de la corriente, los duendes, y las náyades protectoras de los ríos, arroyos y fuentes, serpentean en las aguas en un juego sin final, tras los nerviosos reflejos de la vegetación.
El caudal, que llega y se va en el mismo instante, ostenta sus trasparentes rizos.
Sobre ellos, creo divisar múltiples fantasmas que se asoman apenas.
El ánimo, abúlico e indolente, se excita con las fugaces apariciones mágicas.
Mientras el río se aleja,
con las nuevas aguas llegan, renovados pensamientos con chispazos de antaño.
Es un soplo de vida, la vertiente. Un cuadro animado de peces y guijarros.
Siento en mis pies, un vacío que se llena de un aire diferente.
Flemático, como brisa serena, excita la mente adormecida.
Los párpados cómplices se rinden a su peso, y esconden los ojos que no quieren ver otro mundo distinto al de la imaginación.
El alma liberada, ensaya un bajo vuelo.
Planean las sensaciones placenteras.
La baranda del puente me apresura. Prestamente me dispongo a redimir del pasado, diáfanos sueños de la edad dorada, cuando crecíamos junto al paraíso, recién plantado en la vereda.
Siento que me cubren las pequeñas gotitas del recuerdo, mal unidas por los hilos del tiempo que ha pasado. De la cárcel, liberadas caen sobre mí, y una niebla liviana se extiende sobre el puente. Fresca, limpia, sin veladuras.