Remate insólito

REMATE INSÓLITO

 

– Siete … siete … siete; siete y medio. Medio, medio, medio. Setecientos cincuenta … ¿Y no hay quién dé más? ¡Esto es un regalo señores! ¡Miren qué pieza! Pocas veces tenemos la oportunidad de tener algo parecido en oferta.

Justo cuando el gordito trepado en la tarima rodante le daba la espalda; levantó titubeante y sin saber porqué, el índice de la mano derecha para aumentar la oferta.

– Ocho … ocho … ocho, ochocientos. Silencio señores. ¡Vamos por favor …! ¿Es que no han visto la calidad de esta mercadería? Si hablara les contaría la historia de todos los puertos del mundo.

– Ochocientos una; ochocientos dos … y vendo. ¡Pero qué barbaridad! Me duele regalar algo como esto. Ochocientos …

Levantó el adminículo que identifica a los rematadores y amagó dejarlo caer, suspendiendo el total descenso a media altura, tentando la oferta.

-¡Miren que vendo, eh! ¿Nadie da más? ¿Seguro …? ¡Ochocientos y vendí!

El martillito de bronce cayó sobre la chapita del mismo metal, ubicada al centro del pasamanos de la tarimita movible, que ostentaba en letras en relieve el nombre de la firma rematadora: Gomensoro & Castells.


– ¡Pero qué gordito éste …; no me vio que tenía el dedo levantado!

Murmurando y afirmando la bronca, el pucho que fastidiado había tirado al suelo, recibió el pisotón retorcido, del cuarenta y tres que calzaba Gabino.

-¿Pero por qué se amarga señor? ¡Si se lo adjudicó a usted!

-¡Qué va a adjudicar! Si ni me vio; está de espaldas.

-Éste tiene ojos en la nuca, sentenció el pardo changador con flor de lomo, que presenciaba a su lado la subasta.

Y fue así nomás.

-Lote 123 que remató usted. ¿A nombre

de quién va?

 

-Gabino… Gabino Quirós.

-¿De seña cuánto? –preguntó el de túnica azul que identificaba a los ayudantes.

-¿Pueden ser cien?

-Está bien.

Tomó el importe, anotó el nombre y la cantidad y entregó el duplicado de la boleta.

– Ya sabe ¡eh!, retirar antes del viernes.

¡Qué anormal! No había ninguna explicación que justificara la compra. “Algo” anduvo metido en esto, para que él fuera propietario de eso que pesaba más de doscientos quilos, adquirido inconscientemente, sin saber destinado a qué. No se interesó más en el curso del remate, ni los gritos del gordito llamando la atención para la venta de una báscula antigua –proveniente decía- de una de las estaciones del Ferrocarril Central Midland, línea ferroviaria que cubría el tramo Fray Bentos, Salto.

Él había venido al remate interesado en la compra de un arado de cinco discos, que la cantidad de oferentes hizo que el pecio se fuera al Diablo, superando el valor de uno nuevo, con comisión y gastos.

Es común; tres o cuatro que pujan y se individualizan, olvidan el valor real haciendo primar el ego – ¡Yo puedo más que vos, patán! – y pagan cualquier disparate.

-¿Se la arrimo Don…? Mi patrón tiene una empresa de trasporte – comentó el pardo.

Se acordó de un cuñado que tenía un galpón en la calle San Martín, como solución transitoria.

-Bueno, vamos a hablar con su patrón, no vaya a resultar más caro el flete que la compra.

-Va a ver que no Don; él junta varias cosas y hace el reparto y entre todos el flete sale barato.

Arregló con el fletero, le dio unos pesos al pardo que quedó loco de agradecido con la propina, y dejó la pieza depositada en el galpón donde permaneció por años.

Muchas veces se acordaba de ella y con una claridad de realidad que le aceleraba los latidos, sentía que le había cambiado el destino. Que ya no andaría en los fondos de los siete mares, tal vez próxima a innumerables tesoros; sintiéndose rozar por los fieles hipocampos, que hasta la muerte forman una única pareja; por las estrellitas de mar, leves y tímidas como el rubor de las rosas; por los adhesivos tentáculos de los cefalópodos de mirada perdida sin emociones, velada, casi humanoide terminal; por los poderosos y rítmicos movimientos de los perfectos escualos; por el Arco iris de las coralíferas de los mares del trópico y todo el misterio de lo aún desconocido por el hombre, que encierra el fondo de los mares.

Sí tenía la certeza de que algún día la compensaría con tenerla cerca de la costa para que pudiera escuchar en los atardeceres mágicos de colores, el rumor de las olas cuando se aquietan para morir en la playa, orladas apenas por un festón de espuma; que se sintiera acariciada por los vientos marinos; que divisara desde su atalaya en los médanos, los grandes navíos, las embarcaciones turísticas y hasta las más pequeñas de una vela, que apenas se divisan, semejando de lejos, albatros volando a ras de agua.

Magno Albicette Olveira