Nuestro socio y escritor Nelson Barreiro Gougeon de su libro
“El hombre despierto – Ficciones”
SÓLO QUIERO SER YO
Desde la cama, estiré mi brazo hasta llegar a tomar la caja de fósforos, que había colocado sobre la mesa de luz. Las cortinas bajas no permitían la entrada de la luminosidad solar.
La combustión del pabilo alumbró mi vida cuando ya era conciente del arribo de la mañana.
Refresqué el rostro en el lavatorio.
Al mirarme en el espejo, no me reconocí.
Pude ver un ser sin carácter, carente de individualidad, repetido, idéntico a los demás habitantes del lugar; estandarizado.
Ni siquiera me pregunté quien soy, por temor a que estuviera prohibido.
Había llegado el día de la marcha.
No sabíamos para qué, pero una lejana fuerza interior nos compelía cumplir con esa obligación.
Me vestí.
La túnica que cubría mi cuerpo, talle único, me quedaba grande, como a los demás.
La recibí del gobierno. Era gris. Un logo azul pálido con una leyenda “SE ACABARON LAS DIFERENCIAS” ponía una nota de ritmo sobre la tela.
El pelo me había crecido, igual que a todos, y los mechones reposaban sobre el cuello de la vestimenta..
Para salir a la calle pasé, sin percibirlo, al lado de mi amiga la computadora que permanecía tan apagada como el mundo, y de los libros, que hacía tiempo estaban cerrados, cubiertos por una gruesa capa de polvo. Desde la vigencia del decreto, su existencia había perdido sentido.
Una corriente de seres humanos me succionó de la puerta del domicilio y me integró de tal manera, que pasé a ser uno más de aquella enorme serpiente que marchaba hacia un destino… hombres y mujeres, tan iguales… que su sexo era sólo reconocible debajo de las túnicas.
Recordé que había aprendido muchas cosas, como otros, pero había que olvidarlas para no diferenciarse del resto.
De la columna humana parecían elevarse dos sentimientos que se mezclaban en las alturas del espacio:
La alegría de los miserables y la consternación de los capaces.
Era notoria la satisfacción de los abúlicos al ver que la masa, había adquirido su condición.
Una emoción única invadía los seres. Una psiquis única la soportaba.
-¡Se acabaron las diferencias!, sentenció el director.
Mientras, la turba se desplazaba en unidad. Algunos iban tomados de la mano, otros solos o en parejas, otros del brazo, compartiendo aquel grotesco y fenomenal cuerpo.
-¿Dónde estoy yo? – me pregunto. ¿Cuál de estas bolsas es mi cuerpo? ¡Qué vacías están!
Si no fuera por el dolor que siento al no encontrarme, al no identificarme, diría que no existo, que he muerto.
Me siento como una única conciencia que pertenece a todas esas caminantes víctimas.
Sin razas, sin idiomas, sin estatura, negligentes y apáticos.
Algunos se buscan, como yo, en un singular arrebato de rebeldía.
La igualdad ha perdido al hombre, al individuo, pero como todo producto de la mente es efímera, perecedera.
Entonces comprendí el sentido de la marcha,… hacia lo contingente.
Los que iban conmigo, se querían a sí mismos, no querían ser privados de su individualidad, de su diferencia.
No pretendían ser mejores ni peores, sino tener su propio cuerpo y alma, elegir su privativo destino.
No sólo alimentar su organismo, sino también el espíritu, para crecer humanitariamente.
Nos miramos a los ojos. Una expresión de inmutable horror se repite en el grupo.
Hasta entonces, nadie había pensado en lo espantosa que puede ser la igualdad.
Una condena para aquellos que no han despreciado las oportunidades que se ofrecen ilimitadamente. Igualdad de oportunidades no es, aplanar con el rasero en busca de una colectividad carente de particularidades diferentes entre sus integrantes.
Una sociedad tan similar, sólo puede contener seres inertes, sobre los que sobrevuelan en las alturas, almas sin asilo.
Ya no queremos ser los mismos.
Llegamos a los límites del territorio.
Las oficinas para el registro de la migración, enfrentan a la columna del éxodo.
El funcionario de lentes, que te recibe en el país vecino, se muestra distinto.
Con el pelo corto y la voz amable, requiere:
– Sus documentos… señor…
Busco en los bolsillos de mi túnica los comprobantes demandados.
Le entrego mi olvidado carné.
– Usted es Juan García – y anotando en su lista me dijo – puede pasar.
Al escuchar mi nombre, sentí que mi ser retomaba de nuevo su contenido y que una gran alegría me embargaba, como a esos seres que, ahora tan desiguales, habían venido conmigo.
Nelson Barreiro Gougeon