LA CASA
Angélica Bianchi
Noches atrás tuve un sueño extraño…
Me encontraba dentro de un bosque misterioso…
Los árboles se sucedían ininterrumpidos, tanto más altos cuanto más lejanos.
El suelo estaba erizado de ramas desgajadas y de cantos rodados. Algunos eran pequeños y esféricos y se deslizaban bajo mis pies. Otros, verdaderas rocas, por su tamaño enclavadas en la tierra, eran pulidas, de color gris esfumado y formas grotescas simulando cabezas y rostros humanos o animales… El sol penetraba en haces diagonales a través de los troncos y si bien la luz carecía del poderoso resplandor que tenía fuera, dentro del bosque era diáfana y uniforme.
El lugar estaba iluminado como un escenario.
Nada delataba la existencia de vida. No había nidos entre las ramas, ni pájaros que se posaran en ellas; o evidencia de presencia humana. El bosque se hallaba inmóvil dentro de un inmenso silencio. Sólo se escuchaba a distancia el gorgoteo de un agua subterránea aunque de ella no se descubría el poder fecundo pues las plantas entre las rocas poseían tallos raquíticos y flores anémicas sin perfume…
Caminaba yo en busca de un sendero que condujera a mi casa en la playa, una cabaña pequeña construida con troncos oscuros, y el techo, en doble pendiente, con tejas planas de vivo color rojo.
Aunque en mi sueño concebía de modo vago e incierto que el camino a recorrer me conducía a ella, algo en mí lo negaba con tristeza pues sus amables entornos de jóvenes pinos nada tenían en común con aquellos enormes espacios y entre aquellos altísimos árboles que implantaban sus raíces en los abismos.
Y de pronto, más allá de uno de esos abismos en cuya profundidad corría espumosa una veloz corriente, descubría yo mi casa con su techo rojo empequeñecida como un juguete…
Desperté en medio de la noche con el corazón palpitando a punto de romper mi pecho. Mis ojos estaban llenos de lágrimas y éstas caían sobre la almohada…
Anoche volví a soñar…
Esta vez la casa se erguía en lo alto de un médano. El sol caía con fuerza sobre su techo de tejas rojas y sus muros ahora blanquísimos. A su alrededor se extendían arenales calcinados y desde lo lejos provenía el olor salino del agua de mar.
Intentaba yo trepar por ese médano castigado por un sol implacable, pero mis pies se hundían en la arena caliente y ésta huía en velos con cada paso. Ante mis ojos la casa parecía escapar flotando dentro de la luminosidad enceguecedora…
Desperté. No volví a dormir. Lloré larga y silenciosamente…
Hoy es de mañana. Hora del desayuno. Junto a la mesa de la cocina bebo una taza de té.
El hombre sentado frente a mí bebe de la suya y la posa vacía sobre el platillo.
– Afortunadamente – dice con calma satisfacción – encontré ese buen comprador para la casa en la playa…
Permanezco en silencio y el continúa del mismo modo:
– Es buen dinero. Pienso restaurar el taller. Y si algo queda, cambiar el automóvil…
FIN