Nuestra socia, la escritora Sra. Angélica Bianchi nos brinda un nuevo encuentro con su obra y nos deleita con dos de ellas.
También nos brinde una singular creación del escritor argentino
Adolfo Bioy Casares.
ASTÍO
Un sol despiadado incendia las agujas de los pinos y marchitas las rosas…
Todo está inmóvil: las hojas, las nubes, el aire…
Todo ha callado. El silencio es de siesta. O de espera. O de temor…
Donde la vida se ha detenido en medio de un resplandor poderoso, el parral proyecta la sombra de su espeso follaje y sus racimos péndulos.
Los rayos de luz transparentan la clorofila de los pámpanos y el color vinosos de los frutos. Se esparce un olor suave, de zumo y de fermentación…
Y las abejas zumban con levísimo rumor en la callada atmósfera.
El retorcido y vellosos tronco y los frágiles, leñosos sarmientos de la vid han cobrado vida cuando todo parece haber muerto. El despiadado sol ha concedido poder a la savia que asciende y nutre su ramazón tortuosa, sus hojas palmeadas y la pulpa de sus granos.
Es tan o más antigua que el hombre, la vid; con sus reminiscencias bíblicas de cuando Noé, descendida el arca en el Ararat, plantó una primer cepa.
O Griegas, culminando el culto dionisíaco en medio de los bosques…
O Romanas, cuando en las fiestas báquicas el vino entregara a la lujuria a dioses y a humanos…
Destinado al fino ritual navideño o al ruidoso fin de fiesta popular, el dulce jugo fermentado en el tonel, ha acompañado a través de los siglos, la vida de los hombres.
El parral le ha prodigado su sombra; una sombra ondulante en el estío mientras fuera, el pleno sol vibra implacable y riguroso.
Su verde entramado de múltiples hojas, de pendientes zarcillos, de apretados racimos, imitan la profusión de curvaturas del arte “nuveau”. La Naturaleza le ha dotado de ese arte. O el artista se ha inspirado en él…
En sucesivas ráfagas, el otoño desnudará al parral y sus muertas hojas secas volarán a compás. Otra vez el estoico pie y la oscura urdimbre de ramas guardarán el secreto de su perenne existir. Y esta vez será el poeta que cante como Paul Verlaine: “los sollozos largos del violín del otoño contagian a mi corazón su languidez monótona. Y me dejo llevar de aquí, de allá, como las hojas muertas…”
Angélica Bianchi
A MENOR OPUS 16
Edvard Grieg se halla sentado tras la ventana a través de cuyos dobles cristales ve iniciarse el triste crepúsculo noruego.
Detrás de él, ha quedado el piano, ahora mudo. El fuego del hogar llamea y ronca en la profundidad ennegrecida de la piedra.
Dentro, le rodea el suave perfume de madera que proviene del techo, las paredes, el piso de su casa en Bergen, allí donde muy cerca se abren los fiordos helados de aguas purísimas.
Grieg medita.
El neblinoso atardecer penetra en sus oídos como una música misteriosa; la flauta, el oboe dejan escapar un sonido ambiguo; aguardan de la magia reinante en el bosque de abetos, la presencia de seres mitológicos que han de bailar sobre la nieve. Mientras todo espera, el agua azul en lo hondo de los fiordos murmura suavemente. En la mente del músico el piano esboza con suavísimos arpegios, el canto de las pequeñas olas que avanzan y retroceden entre las vertientes rocosas cubiertas por escamas de deshielo.
Los elfos pequeños, los elfos de luz, los elfos benévolos se esconden en el bosque, o danzan en la oscuridad…
De pronto el piano adquiere vigor, irrumpen los instrumentos de viento, el poderoso cuerno indica un estallido de luz; aparece la aurora boreal y flamea, azul, verde, roja, violeta, sobre la convexidad de la tierra…
El sol de la noche hiere a los danzarines elfos, despierta de su sueño en la profundidad de la tierra, a los elfos oscuros, los elfos malignos; acordes violentos sacuden la delicada quietud.
La luna, que como un lobo persigue y extingue la luz del sol, reaparece.
Se extiende el silencio. Todo parece morir.
Una impetuosa intervención de la orquesta lanza un adiós doloroso antes de ceder al piano un semifinal pleno de suavísimos acordes y trémolos.
Mientras todo esto ocurre, las teclas introducen de continuo y nunca igual a sí mismas, las cinco notas del “leit-motiv” que penetra y sacude el alma romántica del noruego Grieg.
Angélica Bianchi
LA SALVACIÓN
Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos.
El escultor paseaba con el tirano por los jardines del Palacio.
Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente.
Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector, una sombra amenazadora.
Comprendió la causa: “¿cómo un ser tan ínfimo” – sin duda estaba pensando el tirano – “es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?”.
Entonces un pájaro que bebía en la fuente huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría.
“Por humildes que sean – dijo indicando al pájaro – hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros”.
Adolfo Bioy Casares