La duda

 

 

La Duda

 

 

 

 

 

El engramillado prolijo se extiende por todo el parque, interrumpido por islas

circulares de flores que brillan bajo un sol de octubre sumergido en el cielo muy azul. Todo conspira para evadir la idea de la muerte. Inútilmente, porque ella esta allí, en cada placa semioculta por la gramilla, y ahora bajo el amplio palio que proyecta su sombra sobre el hueco abierto debajo de la caja de roble.

 


Alrededor del ataúd los dolientes junto a Marga, ubicada del lado de la cabeza inerte ya cubierta. Tiene los ojos fijos en esa caja como si fuera a interrumpir en cualquier momento la sepultura de su marido.


En ausencia de una oración que Marga no aceptaría, el descenso comienza y, por iniciativa de no se sabe quién, las flores entregadas por un funcionario al ingreso comienzan a desprenderse de las manos sobre la madera que se hunde.


Cuando Marga va a entregarle la suya, recién entonces, la ve. Nadie podría asegurar desde cuando está allí. Tal vez sólo lo sepa el empleado dador de las flores, aunque seguro que no la miró, como a ninguno de los otros, desde su uniforme acartonado.


Ella no está de negro, como Marga, pero pasa inadvertida en un sencillo vestido lila; por eso la viuda no la ha descubierto hasta ahora. Las dos flores caen en cortas elipses que casi las unen al tocar el féretro.


Marga vuelve los ojos al hueco, pero ya no puede concentrarse; esa mujer está sola y debe tener un motivo para obsequiarle esa flor a su marido. Aun muerto él y regalada la flor, el gesto tiene algo de indecente o de absurdo que es necesario develar.


En el camino a la salida, la mujer se retrasa pero la viuda la espera; separadas por el estrecho camino de pedregullo, ambas se dirigen a la verja sin hablarse; el saludo de unos amigos interrumpen la pregunta de Marga hasta llegar al portón.


– ¿Usted conocía a Emiliano?


La mujer se detiene, da dos pasos rápidos pero no opta por la huída.


– Sí; era…. mi hermanastro.


Marga ve en el rostro las huellas de un dolor insoportable, los ojos llenos de lágrimas y una mueca que anticipa una nueva crisis de llanto. Es en su dolor el espejo de su propia cara.


– Me asombra que en cuarenta años de matrimonio no me haya enterado de su existencia, señora…


– Carla; me llamo Carla. Fui hija bastarda del padre de Emiliano. Toda su familia me mantuvo al margen de sus vidas.


– Excepto Emiliano…


– Excepto él.


Ese “él” tiene una connotación de intimidad que dice a las claras que la historia de… ¿Carla?… es mentira.


– ¿Tiene locomoción?


– No; tomaré el autobús.


– Venga conmigo. En mi auto completará su historia. Digo, si no tiene nada que ocultar…


Carla se acomoda en el asiento delantero, una vez que Marga reubica con rapidez a sus acompañantes de la llegada.


El viaje parece más largo que el camino porque las dos mujeres guardan silencio. La viuda se dirige a su casa.



– Venga conmigo. Tomaremos un café.


El auto ha entrado a la senda del garaje.


Marga piensa para sí: “Esta docilidad no puede ser otra cosa que culpa”. Y se convence de que ha traído a su hogar a la amante de su marido.


– No sé qué ha hecho que venga hasta aquí, señora.


– El dolor tal vez… y llámeme Marga. Porque usted sabe mi nombre…


– No conozco mucho de la vida de Emiliano, pero su nombre fue de los pocos que mencionaba.


– Ah, ¿sí? ¿Y cuándo se lo mencionaba? ¿Cuándo se veían?


– Pocas veces… para el fin del año, el día de su cumpleaños… o cuando yo le pedía ayuda.


– Ah! También la ayudaba…


– Yo nací en el silencio, señora, y viví en la miseria del destierro. Emiliano me daba el tiempo y la ayuda que resolvía darme. Yo no me sentía con derecho a nada.


– ¿Nunca se preguntó por qué no me conoció?


– Durante años ignoré que usted existiera. Emiliano era hermético en ciertas cosas. Desde

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que nos encontra… nos reencontramos, me hizo saber que compartiría una parte muy pequeña de sí, y que no preguntara nada acerca del resto de su vida.

 


– Y usted lo aceptó todo.


– Soy una mujer sola. Siempre he vivido en soledad. No tenía opciones. Ese girón de tiempo que Emiliano me daba pasó a ser lo único importante que tenía.


Marga ya no está angustiad; de víctima de una muerte se ha convertido en juez de una vida… de varias vidas. Sus ojos secos escudriñan el rostro de la mujer; con su voz temblorosa y la sensación de que en cualquier momento romperá a llorar, la viuda parece ser ella.


– Cuente… sígame contando.


– No hay mucho más que decir.


La empleada entra con los cafés y aborta la exclamación de Marga: “¡Cómo nada más que decir! ¡Cuarenta años compartiendo a Emiliano y no hay nada que agregar!”


– Yo no quise molestar a su familia, señora. Ya había sido expulsada de una, no quería otro golpe de puerta a mis espaldas.


– Usted se da cuenta, Carla o como quiera que se llame, que si quitamos lo último que dijo, bien podría ser una amante de mi marido.


La respuesta enfurece a Marga.


– Piense lo que quiera, señora. No voy a rendirle cuentas de mi relación con Emiliano.


– ¡Es que él ya no está para rendirlas! Tendrá que hacerlo usted. La historia pueril de la hermanastra bastarda no la creerían ni en un teleteatro ¡Sincérese!


– Gracias por el café. No le debo más explicaciones. Lo que usted crea de mí y de Emiliano depende exclusivamente de usted. Para empezar ningún hombre mantiene una amante si no la necesita, y el motivo de esa necesidad hay que buscarla en la esposa. Y para terminar, si usted duda de la fidelidad de Emiliano es porque teme haberlo perdido antes de su muerte. No me atribuya a mí su flata de confianza.


Después de su discurso Carla queda serena. Se levanta y mira a Marga con una rara mezcla de altivez y sencillez.


– Su Emiliano depende ahora sólo de usted. A mi Emiliano yo sé como me lo llevo.


– ¡Usted no se lleva nada de aquí, que no sea lo que Emiliano en vida le dio vaya una a saber por qué motivos!


Carla se dirige a la puerta. Desde allí se despide.


– Las dudas corren por su cuenta. Usted decidirá si conservará ese cuadro con orgullo o lo esconderá bajo su incertidumbre.


Tras cerrar la puerta la mujer de lila corre hacia la boca del Metro ahogada por el llanto.


Dentro de la casa, Marga retira lentamente la foto de Emiliano

de la pared y se queda mirándola fijamente. Su hijo entra en la habitación.

 


– Mamá… pobre mamá… no soportas la idea de verlo y saber que no está, ¿verdad?


Toma el cuadro.


– Déjame colgarlo otra vez; papá sigue aquí con nosotros, enteramente nuestro.


– Guárdalo en el aparador, Emiliano. Emiliano, dame un poco de tiempo.


Se desploma en el sillón y se echa a llorar.



FIN



JORGE FOTI