LOS DOS NIÑOS

 

 

A continuación transcribimos un cuento de nuestra socia

Sra. Angélica Bianchi.

 

 

 

Al apagarse con un “clic” la veladora deja de filtrar su color rosado sobre el muro.

La noche le aprisiona, le sujeta, la oscuridad rellena los huecos como si fuera un mar negro y espeso y él chapaleara dentro con los brazos y piernas entumecidos, pesados los párpados.

Hasta hace poco reinaba en la habitación la penumbra y en ella habitaba un mundo fantástico: sobre la butaca dormía un gato grande y negro, por la pared trepaba el Hombre Araña y el armario avanzaba con sus bocallaves que eran como ojos y un colgajo de sombra a cada lado simulando orejas de elefante…

Su padre y su madre, dos marionetas en punta de pie, se le han aproximado al inclinarse sobre la cama:

–         Sh… duerme…

No. No duerme. Sólo cierra los ojos y teme. Teme a esos títeres de rostro adulto entre los cuales cuenta al médico y a la enfermera con sus instrumentos: el lancetazo en el lóbulo de la oreja, la aguja de inyecciones, la mascarilla aplicada sobre labios y narices y ese borrarse de las cosas en medio de un vapor azulado…

De aquel sueño ha pasado a este otro donde todo oscila y se aprieta alrededor del dolor lacerante localizado en el lugar que ocupaban sus amígdalas y de un olor a cloroformo que le invade todavía la boca.

Para vigilarle mejor han colocado su cama en la alcoba matrimonial junto al lecho de dos plazas. De esa manera le han alejado de su hermano menor cuyo dormitorio comparte en épocas normales y del cual le separa ahora la extensión del pasillo.

Como no duerme, escucha a sus padres dormir. Ella suspira rítmicamente, él ronca llenando la habitación de burbujas sonoras.

Sobre el colchón, su propio cuerpo arde de fiebre. Cruzan las tinieblas, líneas zigzagueantes y le aterra la sospecha de que ha quedado ciego; el gorgoteo en la garganta del hombre dormido e invisible le parece el de un extraño animal que espera el alba para dañarle…

No obstante estas aprensiones, su oído alerta como en la más clara vigilia, ha recogido ese grito en medio del silencio y las sombras. Sabe que es el de su hermano menor que sueña.

Ambos suelen tener pesadillas que por la mañana olvidan, pero que en la noche con su reciente horror, son rechazadas por medio de un mutuo consuelo, un cuchicheo de cama a cama, un contacto de mano a mano… Pero hoy el hermano está solo. Él también está solo. Y debe acudir.

Comienza por liberar uno a uno sus miembros del cobertor. Mientras lo hace se le antoja que en el silencio las sábanas crujen como si fueran de papel, que el elástico del colchón zumba como si fuera a saltar y que sus propios huesos crujen como los de los viejos…

Tras cada esfuerzo, se detiene a escuchar. Por fin el frío que sube viboreando por sus piernas le indica que ha tocado el suelo. Se pone de pie y avanza hacia la puerta que se dibuja como un rectángulo suspendido en la negrura nocturna. Está en el pasillo.

Fuera, hay viento. Sus ráfagas sacuden las ventanas y golpean los postigos.

En esa claridad gris donde los objetos se esfuman, la casa se afila como la proa de un barco que se meciera con el viento. Como si fuera el casco de la nave, los muebles crujen y se quejan. El barco entero se hamaca mientras lo conduce por un océano que es la noche.

De buena gana volvería a su cama, a arrebujarse, a esconderse de esos peligros ignotos, que por ignotos se vuelven más temibles. Pero pese a su corta edad comprende que los llevaría consigo, que ese tropel de imágenes continuaría persiguiéndole como persigue a su pequeño hermano en la soledad de su cuarto: “…Allá, en medio de la selva, el tigre persigue a la gacela, la alcanza… Acá, por lo alto de la calle, avanza lento el robot y él corre, corre por la acera hasta quedar sin aliento… Otra vez el gato negro. Está ahí y le mira fijo, fijo con sus ojos dorados…”.

El hermano menor se debate entre sueños. “Estoy aquí” – dice el otro -.

La luna salió de entre dos nubes y dibuja renglones en las persianas. En el cuarto todo son contornos, pero él conoce de memoria el camino hacia la cama casi tan pequeña como una cuna. Palpa en ella un muslo tibio fuera de la sábana, la bata arrugada del pijama, una cabeza redonda cubierta de vello suave y percibe, mezclando con el perfume de talco de lavanda, el leve y agrio de la transpiración… El niño duerme boca abajo, fuera de la almohada, en actitud de rebelión contra el sueño.

Una ola de ternura reconfortante y pacificadora, invade el pecho del mayor. Ya no están solos en la noche, frente a la vida asombrosa e inquietante.

Se arrodilla en el suelo junto al pequeño lecho, apoya la cabeza en el extremo de la almohada y cierra los ojos.

En esa posición le sorprende el sueño.

 

Angélica Bianchi

RELATOS 1976