Extendí un brazo y la mano alcanzó el sombrero de mago y la varita mágica que me fue regalada el día que cumplí los ocho años.
Recuerdo que por más que lo intenté, nunca pude concretar un acto de magia.
¡Cuántos intentos vanos! Nunca el conejillo blanco, ni la dócil paloma. Jamás la cadena de colores de los pañuelos atados. Solo era un hueco habitado por un aire inmutable, aferrado a la realidad.
Lo que no había sucedido antaño, sucedió esta vez.
Cientos de objetos inmateriales, proyectos, aspiraciones, deseos, surgieron y comenzaron a borbotear en la copa de la galera.
¡Era magia!
¿Era posible que el prodigo ausente en la edad de la fantasía, se presentara ahora en la madurez?
¿Era un recurso del espíritu de conservación para rescatar la vida de la indolencia?
La respuesta me llegó cuando en el borde interior, asomó el bello rostro femenino de una diosa. Entonó un canto sumamente conmovedor, que llenó el alma de sensibilidad y energía.
-Soy Calíope- respondió la mayor y más distinguida de las musas, y se esfumó en el aire.
Fue así como de la galera del pensamiento pude extraer esta cadena de fantasías que constituyen “EL HOMBRE DESPIERTO”.